Completando un poco el asunto que toqué en mi anterior entrada, quiero dedicar unas líneas a esa subespecie de la especie humana que forman los ecologistas. Verdaderos ángeles bajados del Cielo para decirnos qué es lo que hay que hacer y qué lo que no hay que hacer en todo lo referente a la fauna y la flora en la Tierra.
No quiero que nadie se llame a engaño. Creo absolutamente en que la Tierra es nuestro habitat, del cuál dependemos, y que, por ello, aunque sea por egoismo, nos conviene mantenerlo en el mejor estado de conservación posible. Hay que luchar contra y perseguir todo aquel abuso que se haga del mismo, para procurarse beneficios propios. Hay que impedir los desmanes que se puedan dar por parte de empresas y particulares encaminados a aumentar sus réditos en equis puntos. Pero hay que hacerlo con la ley de la lógica en la mano y huyendo absolutamente de fundamentalismos.
A ser posible, huyendo absolutamente de las directrices que los ecologistas marcan. La característica más atribuible a estos seres llamados verdes, generalmente, progresistas y de izquierdas, es el totalitarismo en su exposición de argumentos, ideas y conclusiones. Son absolutamente impermeables a las aportaciones ajenas. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen todo. Ellos Saben. Los que no lo vemos así somos personas viles, atrasadas, vendidas a las grandes multinacionales, deseosos de ver cómo desaparecen las especies. ¡Hasta comemos carne, no os digo más!
Me gusta ilustrar mis ideas con un caso que conocí tras la lectura de un libro sobre el tema.
El primer parque natural que se convirtió en reserva fue el de Yellowstone. Grandes paisajes de gran belleza con miles de alces, osos, pumas, ciervos, lobos, coyotes... El problema es que no se sabía qué hacer para mantenerlo y se creó el Servicio de Parques, burocracia a la que se le encomendó el mantenerlo en iguales condiciones. Eran los ecologistas de la época. En sus manos estaba tomar las decisiones.
Primero decidieron, equivocadamente, que los alces estaban en peligro de extinción. Esto les llevó a decidir abatir o envenenar a todos los lobos del parque y la prohibición a los indios de cazar allí (era un territorio de caza tradicional).
Proliferaron entonces tanto los alces que devoraron tal cantidad de árboles y plantas que provocaron un cambio en la ecología del lugar. Por ejemplo, se comieron todos los árboles que usaban los castores, lo que supuso la desaparición de éstos.
Fue cuando los supervisores descubrieron que los castores eran vitales para el control de los espacios acuáticos. Al desaparecer, se secaron las praderas, se extinguieron las truchas y las nutrias y aumentó la erosión del suelo.
Para 1920 ya estaba claro que había demasiados alces y los guardabosques empezaron a cazarlos a miles. Pero ya era tarde. Todo había cambiado. Una vez visto esto, se consideró un error la prohibición de la caza que, en su momento, había propiciado el control del número de alces y bisontes.
No fueron los únicos errores. Los osos pardos se protegieron; luego se mataron. Los lobos se aniquilaron; luego se reintrodujeron. Se aplicaron medidas de control de incendios, sin comprender el efecto regenerativo del fuego. Luego se abandonaron y miles de hectáreas ardieron y quedaron estériles, no volviendo a crecer hasta su replantación.
Es el efecto de gente ignorante e incompetente, pero eso sí, siempre absolutamente cargada de razón. El resultado daño tras daño y más daños causados reparando los daños y los arreglos de los daños anteriores.
Si proteges activamente una especie, animal o vegetal, ten por seguro que estarás perjudicando a otra. Proteger un bosque antiguo para preservar el carabo californiano implica perjudicar al gorjeador de Kirtland y otras especies, que preferirían un bosque nuevo.
Pero los ecologistas siguen a lo suyo. Porque ellos Saben. Ellos Conocen. Y, por supuesto, ellos Deciden.
Cuando se prohibió los CFC para proteger la capa de ozono, eliminaste los refrigerantes baratos que mantenían mejor los alimentos para el Tercer Mundo. Éstos se estropeban antes y más gente moría por intoxicación.
Los paneles solares, limpios y maravillosos ellos, nos permitirán construir hogares en lugares donde antes no podíamos. Tener por seguro que eso afectará negativamente a no pocas especies.
Y luego está el DDT, contra el que tanto lucharon los ecologistas. No llegó a prohibirse. Eso sí, se dijo a los países que si lo usaban no recibirían ayuda exterior. Era el mejor agente en la lucha contra los mosquitos. Antes de su prohibición, morían por malaria unas cincuenta mil personas al año. Desde entonces, mueren dos millones, la mayoría niños.
Se dijo que era cancerígeno. Pero no lo era, y se sabía. Era tan seguro que incluso podía comerse. Fue sustituido por el paratión, realmente peligroso y por el que más de cien trabajadores agrícolas murieron en los primeros meses de su uso, por manejarlo como hacían con el DDT.
Morían unos cincuenta mil al año. Ahora hablamos de que van muriendo, desde entonces, entre treinta y cicuenta millones de personas, según las fuentes. Más muertes de las que se suelen achacar a cierto dirigente alemán de mediados de siglo.
¿Alguien ha dicho algo al respecto? ¿Alguien va, ni de lejos, a pagar por ello? ¿Servirá, al menos, para que los ecologistas se apeen del burro? ¿O seguirán causando los perjuicios que seguro producirán sus siguientes ideas lumbrera, sus siguientes caballos de batalla? Tiemblo de pensarlo.
Los datos de este artículo y el anterior provienen de muy diversas fuentes, reunidas en un libro de un famoso autor estadounidense, Michael Crichton.
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